martes, 13 de mayo de 2008

El Miedo

Toda la valentía que mostraba al subirme a la avioneta pareciera que quedó allá abajo en la pista de aterrizaje. En el momento en que el piloto le dio la señal al encargado indicando que ya nos encontrábamos en la altura idónea mi corazón comenzó a bailar al ritmo de la taquicardia y el resto de mi cuerpo se contorsionó bajo la sensación de un fuerte escalofrío.

El encargado llamó al primero de la fila recordándome la imagen del ganado cuando se dirige al matadero. Aquel comprobó si todo el equipo del otro estaba acomodado de forma adecuada y le recordó algunas indicaciones.

El primer, llamémosle suicida, se dejó caer al vacío proporcionándole a mi corazón un ritmo aún más acelerado. De esa manera, uno tras otro, los demás suicidas se lanzaban de la avioneta para que, unos segundos después, grandes hongos de colores crecieran sobre sus cabezas suavizando la caída.

― ¡Que mal!, si a todos se les abrió el paracaídas, todo indica que el mío no lo va a hacer. ―me dije en un murmullo.

― ¡Solo falta usted! ―exclamó el encargado mientras me señalaba. Sintiendo una importante falta de fuerzas en mis piernas caminé hacia él.

― Recuerde, a partir de los diez segundos ya puede abrir el paracaídas si lo desea. ―me dijo.

Me ubiqué en el espacio de la puerta y sentí unas pequeñas gotas de agua que se adherían a mi cara mientras se mezclaban con el sudor. Miré hacia abajo y lo único que vi fueron las blancas nubes que irónicamente me recordaban una gran almohada.

― ¿Listo? ―preguntó el encargado.

― Si. ―respondió alguien más desde mi cuerpo.

― Bueno, ya.

Una fuerza que parecía ajena a mí dobló mi cuerpo hacia el frente. Cerré los ojos y al abrirlos lo único que vi fue a mi cuerpo mientras se dejaba caer.

Mauro Trigueros Jiménez

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