domingo, 3 de agosto de 2008

La Gaviota

El señor Arestizábal se encontraba ahí de nuevo, parado sobre el muelle. El mismo muelle en el que él y su abuelo se paraban para ver las naves llegar hace ya tantos años. Entonces era hermoso, pintado de blanco parecía hecho de marfil cuando el sol brillaba, y más allá el magnífico contraste con el azul zafiro del océano.

Que diferente era ahora, no quedaba ni un vestigio de la última pintura, la madera estaba por completo podrida. Lo único azul del mar era uno que otro empaque plástico que llegaba hasta la costa. El sol nunca volvió a brillar, en los días de tormenta el cielo sería totalmente negro azabache si no fuera por esas pinceladas pálidas que le agregaban los rayos, en días de verano la cortina de humo escondía el celeste de la bóveda.

Las horas habían pasado indudablemente, tantas que no quería pensar cuántas habrían en siete décadas.

El abuelo le había dicho que ahí, en ese lugar, desde el muelle, si se observaba con cuidado y paciencia podría ver su espalda, pues nada separaba la vuelta al mundo más que millas y millas de campo azul. También le había dicho que las gaviotas que volaban sobre su cabeza no eran más que las mismas personas que como ellos se habían parado en ese muelle y habían quedado enamoradas con lo que veían.

El señor Arestizábal se rió sin ganas para sus adentros, no habrá nuevas gaviotas, pensó. Nadie se podrá enamorar jamás de este basurero.

Por qué, a sus más de ochenta años, había decidido ir hasta allá. Seguro mucho tenía que ver que todas las personas que lo conocían lo consideraban un viejo indeseable y molesto, incluyendo sus tres ex esposas y sus hijos.

Nada más tenía ya que hacer ahí, el único rincón de su memoria que le podía generar una sonrisa era ese lugar, pero ese lugar ya no existía. Al igual que su vida él se fue degenerando en los excesos y en el abuso. La belleza como la esperanza se había extinguido de la esencia de ambos.

Ese pensamiento generó algo nuevo en el señor Arestizábal, un sentimiento de que él no estaba solo en el mundo. El muelle, era igual que él, es más, era él. Desdichado, abandonado, a punto de morir. Eran dos y eran uno. Por fin, su corazón amaba.

Eso fue lo último que pudo pensar el señor Arestizábal. La emoción lo venció, cayó tendido entre las tablas podridas, una mueca horrible estaba dibujada en su cara. Los músculos de esta no estaban acostumbrados a sonreír.

Ahí quedó para siempre el cuerpo del señor Arestizábal, pudriéndose con su querido muelle. De una palidez asombrosa, tal vez alguien lo hubiera podido confundir con una gaviota.

Mauro Trigueros Jiménez