lunes, 31 de marzo de 2008

La piedra

¡Plum! Un resorte de su duro colchón rompió la frágil tela y se hundió en la desnuda espalda. Señal inequívoca de que un nuevo día había empezado. El agua fría de la ducha le ayuda a terminar de despertarse. Luego de la camisa y el saco de rigor solamente queda encender el automóvil.

Recoge antes un poco su dormitorio. Duras están las sábanas y dura la cama. Dura también una extraña piedra que sobresale en el armario. Mira la roca durante un segundo y la acaricia con sus dedos: ve su tono rojizo y siente su forma acorazonada. Es aquella que le regaló su novia. Lo más sobresaliente de ella es una hermosa pintura de la playa.

Cierra los ojos y al abrirlos se encuentra en ella. Está sentado en la arena mojada que se le mente en los pantalones. La espuma se rompe desde sus zapatos hasta los codos. Vuelve a cerrar sus ojos pero esta vez para sentir la brisa en su cara. Los rayos del sol calientan su pecho.

Le encanta sentir la suavidad del escenario. Su infinidad de momentos dentro de la solidez milenaria.

Ahora el motor del carro está encendido y él en la calle. Sabe que no podría siquiera salir de la casa si no fuera por esa linda piedra que él, de forma misteriosa y hasta sospechosa, encuentra a diario.


Mauro Trigueros Jiménez

martes, 18 de marzo de 2008

Soliloquio Desesperado

Maldición. Única palabra posible. Aún recuerdo esas tiernas manos que sutilmente me acari…. No, no debo pensar más en eso. Ya es parte del pasado y debo continuar. Es cierto que las extraño, su forma delicada y su… Ya. No más. Es momento que ponga mi cabeza en otro lado, de lo contrario, no podré más y tendré otro de mis colapsos.

Trataré de continuar con mi trabajo. La investigación se ha atrasado mucho y seguramente el director no aceptará una excusa más.

Antes era diferente. No existían las preocupaciones. Si nos faltaba algo, lo solucionábamos juntos. Era muy atenta ella. Con su sonrisa me tranquilizaba, sus ojos eran cómo las aguas de un río cristalino y su boca suavemente me transportaba a ese mundo de… No lo puedo creer, me pasa de nuevo, no puedo apartar mi mente de ella.

Si continúo así pronto perderé la razón. O la habré perdido ya. Ni eso se. Maldición. Única palabra posible. Que extraño se siente la locura apoderándose de mi mente.

¡Ya!

Debo dejar de divagar. No volveré a pensar más en eso, en la vida. Vida solitaria antihumana. Soledad, nunca nadie me advirtió de tu fuerza.

Talvez deba entregarme y sumergirme en mis pensamientos. Tu cuerpo nunca lo tendré de nuevo. Tu alma se llevó a la mía, ellas viven felices, pero a mi me dejaste desnudo.

Maldición. Única palabra posible.


Mauro Trigueros Jiménez

domingo, 16 de marzo de 2008

Mango

Era domingo. Día de mejenga. Me había despertado temprano para poder agarrar el bus en La Merced. Durante el viaje la panza no me dejaba en paz. No había desayunado nada para poder pagar la entrada al estadio.

Como cerca del aeropuerto había una maldita presa, y ya casi eran las once decidí correr. Ya en Alajuela pasé al lado del Parque Santamaría, el olor conocido y tropical de los mangos hizo que las tripas me brincaran. Me detuve para agarrar uno, pero el rugido del estadio me devolvió de mi somnolencia y continué corriendo.

Estaba ya a unos metros de la boletería cuando un hombre se interpuso en mi camino:

Deme todo mi hermanillo, que esa vara se oye buena.

Mientras mi mente le recordaba la madre a mi asaltante le desembolsé los tres billetes rojos que había ahorrado en la semana. Me devolví a la parada sin nada en mi bolsillo, y peor, sin nada en mi estómago.

De pronto me llegó el aroma tropical de nuevo. Al menos iba a poder comerme un mango.

Mi alegría se convirtió de nuevo en decepción cuando me di cuenta que el olor tan penetrante era porque todas las frutas estaban podridas y aplastadas. Sin esperanzas apoyé mi espalda en la estatua del tamborcillo.

Entonces todo se tornó negro y unas cuantas chispas giraban. Un enorme objeto me había golpeado la cabeza. Fue cuando vi al mango más grande que he conocido. Casi me había desnucado, pero eso no me había quitado el hambre.

Lo rejunté y lo oprimí un poco para ver que tan maduro estaba. Se encontraba duro pero cedía a la presión de mis manos. Sin pensarlo le zampé un bocado. Sentí como la dulce miel fluía por mis venas y me revitalizaba.

El estadio volvió a rugir, pero poco me importaba ya. El sentir como algo tan primario se fusionaba conmigo era mejor placer.


Mauro Trigueros Jiménez