domingo, 16 de marzo de 2008

Mango

Era domingo. Día de mejenga. Me había despertado temprano para poder agarrar el bus en La Merced. Durante el viaje la panza no me dejaba en paz. No había desayunado nada para poder pagar la entrada al estadio.

Como cerca del aeropuerto había una maldita presa, y ya casi eran las once decidí correr. Ya en Alajuela pasé al lado del Parque Santamaría, el olor conocido y tropical de los mangos hizo que las tripas me brincaran. Me detuve para agarrar uno, pero el rugido del estadio me devolvió de mi somnolencia y continué corriendo.

Estaba ya a unos metros de la boletería cuando un hombre se interpuso en mi camino:

Deme todo mi hermanillo, que esa vara se oye buena.

Mientras mi mente le recordaba la madre a mi asaltante le desembolsé los tres billetes rojos que había ahorrado en la semana. Me devolví a la parada sin nada en mi bolsillo, y peor, sin nada en mi estómago.

De pronto me llegó el aroma tropical de nuevo. Al menos iba a poder comerme un mango.

Mi alegría se convirtió de nuevo en decepción cuando me di cuenta que el olor tan penetrante era porque todas las frutas estaban podridas y aplastadas. Sin esperanzas apoyé mi espalda en la estatua del tamborcillo.

Entonces todo se tornó negro y unas cuantas chispas giraban. Un enorme objeto me había golpeado la cabeza. Fue cuando vi al mango más grande que he conocido. Casi me había desnucado, pero eso no me había quitado el hambre.

Lo rejunté y lo oprimí un poco para ver que tan maduro estaba. Se encontraba duro pero cedía a la presión de mis manos. Sin pensarlo le zampé un bocado. Sentí como la dulce miel fluía por mis venas y me revitalizaba.

El estadio volvió a rugir, pero poco me importaba ya. El sentir como algo tan primario se fusionaba conmigo era mejor placer.


Mauro Trigueros Jiménez

1 comentarios:

Andre Infante dijo...

mae muy bueno ese...!! felicidades, me gusta mucho...