jueves, 10 de enero de 2008

La última oportunidad


De pronto, sin darme cuenta de hacia donde caminaba, mis pies me llevaron a las fiestas del pueblo.


Al pasear entre las distintas atracciones me detuve frente a una que se notaba especialmente insegura. Mientras estudiaba con atención las diferentes expresiones en las caras de aquellas personas que formaban una fila sentí algo que se apoyaba en mi hombro.

Me volteé lentamente pues la atracción había empezado a andar y me interesaba mucho el cambio que estaba a punto de producirse en la cara de los participantes. Mas cuando vi por el rabillo del ojo que la mano que tenía encima pertenecía a Francisca, mi antigua esposa, se me olvidaron todos aquellos sin nombre del juego.

– ¿Cómo está Mateo? – Me preguntó con una sonrisa en su cara que mostraba sus acostumbrados camanances.

Le iba a contestar, pero al notar el vacío de su mirada y el contraste con su sonrisa, mi cuerpo quedó helado y de mi boca no salió ni un sonido.

– Venga, acompáñeme y nos tomamos algo en aquella cafetería. Ahí nos podemos poner al día . Continuó sin que le importara que no le hubiera respondido.

Asentí con mi cabeza. Caminamos sin decirnos nada y entramos a aquel local que me parecía extrañamente familiar aunque no recordara haber estado ahí antes. Nos sentamos en una mesa alejada y pronto llegó el mesero con un trapo para limpiarla que más bien parecía que era para ensuciarla más.

– ¿Qué desean ordenar? – preguntó aquel mesero con una voz sorprendentemente aguda para su contextura.

– A mí un café con leche –, respondió ella, y volviéndose a mí dijo – a usted un trago o algo así me imagino.

– No, ya no tomo –. Le respondí notando que era la primera vez que hablaba – Solamente quiero un vaso de agua.

El mesero se retiró. Francisca se quedó mirándome fijamente. El vacío en sus ojos se tornó insoportable.

– ¡¿Qué pasa?! – exclamé sin aguantar más esa mirada.

– Nada, solo que hay cosas que son mejor olvidar – comentó ella tranquilamente.

¿Cómo cuáles? pregunté.

Como esa, mejor olvídela . Observando su reloj agregó Cuánto tiempo ha perdido, pronto me iré.

No sabía a que se refería. Bajé la mirada un momento y de pronto lo entendí. Tantos años y tantas oportunidades y al fin lo supe. Subí la cabeza con la intención de decir una sola palabra, la necesaria...

Solo estaba el techo frío y gris de la celda, me había despertado el sonido seco y fuerte de los zapatos del guardia.

No recordaba la última parte del sueño, pero el sueño… era el mismo de hace años.

Me levanté y me quedé sentado mientras pensaba. Habían pasado ya seis años y un poco más desde aquel incidente en la cafetería donde de un arrebato acabé con la vida de mi mujer. Y ni siquiera este día, día de mi ejecución, me había arrepentido.

Vamos , dijo el guardia ya casi es hora.


Mauro Trigueros Jiménez