domingo, 19 de septiembre de 2010

“Hacia el mar…”

Cuarto #8

La habitación está oscura, no hay ventanas ni nada que permita la entrada de luz. La puerta está cerrada desde adentro y solo se escucha el sonido molesto de una música irreconocible.

Cuarto #11

La habitación está oscura, hay cuatro ventanas, dos cerradas con tablas y dos con cortinas. No hay interés en que entre la luz. Hay varios sonidos, todos reconocibles pero ninguno dispuesto a ser escuchado.

Cuarto #8

Hay una persona adentro, no le interesa ser vista ni escuchada, sin embargo, grita con todas sus fuerzas y golpea las paredes.

Cuarto #11

Hay una persona adentro, quiere ser vista y escuchada pero se mantiene recluida en una esquina de la habitación, sentado murmura para sí.

Cuarto #8

Silencio y oscuridad.

Cuarto #11

Recuerdos. Camina por un sendero de habitaciones, un largo pasillo de columnas y arcos que tienen de paredes el espacio libre, le suceden terrazas con decenas de puertas a la mano derecha. No hay interés en diferenciar los cuadros que rompen el suelo en cientos o miles de fragmentos.

Cuarto #8

Aún no hay paranoia pero si mucha desesperación. La libertad es un anhelo que no se manifiesta en su forma final.

Cuarto #11

Una orgía de pasados. El presente está lleno de recursos mal utilizados. El ocupante abre y cierra una cortina sin pensar en la frustración de cada una de esas series.

Cuarto #8

La ocupante encuentra la llave de su salida. No hay cerraduras. La libertad es posible e inalcanzable.

Intermedio

La pradera se extiende al norte, sur y al este, la hierba fresca susurra una melodía armónica gracias al viento. Al oeste Neptuno utiliza su libre albedrio. Hacia el mar caen relámpagos y dos personas se aman.

Cuarto #11

Las cuatro ventanas ahora están abiertas. El ocupante sale y con él sus deseos y vicios. En la habitación permanece el cuchillo con que se lastimaba y un pañuelo de seda que aún mantiene el aroma de su dueño.

Cuarto #8

Donde siempre miraron sus ojos estuvo la cerradura. Se abre. Al frente del marco de la puerta hay un espejo libre de distorsiones.

Cuarto #11

Seguridad.

Cuarto #8

Felicidad.

Epí(pro)logo

Un remolino revuelve y reacomoda las verdades de los huéspedes. La libertad está al alcance en todas sus direcciones pero la memoria parece que puede más. Oscuridad en el resplandor.

Cuarto #8

La habitación esta oscura, no hay ventanas ni nada que permita la entrada de luz. La puerta está cerrada desde adentro y solo se escucha el sonido molesto de una música irreconocible.

Cuarto #11

La cinta detiene su retroceso. La habitación está oscura, hay cuatro ventanas, dos cerradas con tablas y dos con cortinas. No hay interés en que entre la luz. Hay varios sonidos, todos reconocibles pero ninguno dispuesto a ser escuchado.

Mauro Trigueros Jiménez

miércoles, 27 de mayo de 2009

La Joven Obrera

Antonieta había salido temprano de la reunión. Juan, su pequeño hermano de apenas una década de edad, y que físicamente aparentaba aún menos, había conseguido un trabajo como tipógrafo en una de las nuevas imprentas que el Congreso Nacional había establecido en la capital. La joven obrera Antonieta quería llegar temprano a su casa para interrogar a su hermano sobre su nuevo oficio.

- Disculpe compañera, ¿le importa si me voy antes de que acabe nuestra reunión?, es que necesito ir a mi casa para una cuestión de mi hermano menor –le había consultado Antonieta a Isabel Carvajal, a la querida compañera Carmen, como se le conocía con cariño a la dirigente del grupo feminista al que pertenecía la joven trabajadora.

- Claro compañera –le había respondido Carvajal con su característica sonrisa, sin embargo luego cambió su expresión a una de profunda tristeza y agregó- es una lástima que su pequeño hermano tenga que estar trabajando en lugar de poder estudiar, pero vaya y dele mis mejores deseos al muchachito en su nuevo trabajo.

Antonieta seguía caminando en dirección a su casa, sin embargo, no lograba sacar de su mente la imagen de la compañera Carmen. Antonieta le tenía una gran admiración y un aún mayor afecto. Cuando Juan era aún más niño tanto la compañera Carmen como la compañera Luisa le habían ofrecido a Antonieta que su pequeño hermano fuera a una escuela de bebés, como le decía la gente, que ellas dos dirigían.

- ¡Antonieta, Antonieta…! –La devolvieron a la realidad unos llamados desde la espalda- Antonieta, aquí estoy, ¿ya vas para la casa?, te esperaba más tarde, ¿no tenías reunión con la Tía Panchita? – Juan alcanzó a la joven en el camino de lastre que conducía a las barriadas de proletarios en donde ambos hermanos vivían.

-¡Juan!, ¿cómo te fue en el trabajo hoy?; sí, hoy teníamos reunión con la compañera Carmen, apenas salimos de la lavandería nos fuimos todas para allá. –le contestó Antonieta a su hermano- pero eso no importa ahora, ¿contame como estuvo todo hoy?

Juan comenzó a relatarle a su hermana sobre su primer día de trabajo en la imprenta del Congreso. Un señor de aspecto rígido y con aliento a alcohol, el supervisor de los aprendices de tipógrafo, le había recibido con una orden para que limpiara el taller. Cuando el niño había terminado su tarea el supervisor le dijo que ocupaba que fuera a recoger unos manuscritos donde el portero del edificio del Congreso. Cuando regresó el supervisor lo había recibido con una amenaza:

- Mire carajito, allá está el director de la imprenta, si hace algo que me deje en mal frente a él le aseguro que aquí no vuelve a trabajar nunca más.

- Que señor este más incómodo –le respondió su hermana a Juan luego de que terminó de relatarle su jornada- pero no te preocupés, yo se que a vos te va a ir muy bien ahí en la imprenta.

Un día de esos, cuando ya Juan había logrado ajustarse a la dura dinámica laboral de la imprenta, mientras estaba en un descanso se encontró en la calle con un amigo suyo de la barriada que se dedicaba a vender periódicos al pregón en San José.

- Juan, ¿no me querés hacer un favor?- le preguntó Joaquín, el joven pregonero, y continuó:- yo se que vos sabés leer, decime que dice aquí.

- Dice que el periódico La Prensa abre un concurso de la delegada de honor de la obrera costarricense, a la ganadora le dedicarán un espacio en el periódico con una foto, trae un cupón para la que quiera participar –respondió Juan y en eso se le ocurrió- ¡uy, Antonieta podría participar y seguro ganaría, aunque ella jamás enviaría el cupón, pero no importa, ¿Joaquín no me regalarías un periódico?

- ¡Ay Juan, es que me lo cobran!, - sin embargo agregó- pero como tu hermana es muy linda y me cae muy bien te voy a dar la página donde sale el cupón.

Las semanas pasaron, las cosas iban muy bien para los hermanos huérfanos Juan y Antonieta. Gracias a la ayuda de la compañera Carmen, Antonieta y sus compañeras lavanderas habían logrado que les aumentaran el salario y que les redujeran la jornada de trabajo a solo diez horas y que además les dieran un día libre en la semana.

Gracias a este nuevo tiempo libre, Antonieta trabajaba más para el grupo de feministas al que formaba parte. La compañera Luisa le había facilitado muchos libros interesantes que le habían logrado explicar que los intereses de ella y de todos y todas las trabajadoras del mundo eran los mismos, que por lo tanto era necesario que lucharan juntas y juntos en lugar de estar compitiendo.

Una tarde, en que estaba Antonieta leyendo en el local del grupo, apareció una compañera lavandera con una expresión alarmista y se hincó jadeando frente a la joven.

- Antonieta, me acaban de avisar que a Juancito le pasó algo en la imprenta, lo llevaron a la clínica pero ahí no lo quieren atender porque es solo un niño sin dinero.

Antes de que la pálida y asustada Antonieta pudiera hacer nada, la compañera Carmen se levantó de una silla en la que estaba sentada escribiendo y dirigiéndose a la joven le dijo:

- Antonieta vamos a la clínica rápido, yo te acompaño.

Mientras las mujeres caminaban rápidamente hacia la clínica, Joaquín, el pregonero, las interceptó. Con lágrimas en los ojos y gimiendo le dijo a la pobre Antonieta:

- Antonieta…, mientras Juan limpiaba la prensa de la imprenta un marco de madera se rompió y una plancha de hierro le cayó sobre la cabeza. Los aprendices fueron donde el supervisor y le contaron lo sucedido pero al viejo ese no le importó nada –gimoteaba el niño-. Los otros muchachos tuvieron que llevarlo a la clínica, pero no lo quisieron atender, y ahí en la acera frente a todas las personas que pasaban se nos murió Juan, en los brazos de sus compañeros.

- Ay, ¡Dios mío!, se me murió mi hermanito –gritaba desesperada la joven.- ¿Dónde está él? Quiero verlo, llevame Joaquín.

- No Antonieta, no voy a permitir que veás a tu hermano así –dijo la compañera Carmen y dirigiéndose a Joaquín le dijo- chiquito, acompañá a Antonieta a la casa de ella –y volviéndose hacia la joven- yo me voy a encargar de Juancito, no se vaya de su casa hasta que yo llegue.

Apenas llegaron a la casita Antonieta fue corriendo hacia el colchoncito en el suelo que funcionaba como su cama y comenzó a llorar desconsoladamente. Un rato después el pequeño Joaquín se le acercó y le dijo:

- Antonieta, yo se que ahora no es el momento, pero es que en la entrada estaba este sobre, tomá.

La joven tomó el sobre y lo abrió. Cogió la carta y la empezó a leer lentamente. Cada palabra era como un golpe en su joven corazón:

Estimada Antonieta Soto:

De parte de la dirección del diario La Prensa nos es un enorme placer informarle que usted ha sido reconocida como la Delegada de Honor de la Obrera Costarricense. Aunque el reglamento del concurso indica que solo pueden participar aquellas personas que hubieran enviado personalmente el cupón, y en su caso el mismo fue enviado por su hermano Juan Soto, la carta adjuntada en la que las distinguidísimas damas Isabel Carvajal y Luisa González dan fe de sus enormes méritos, nos hemos visto gustosamente obligados a reconocerla como…

Antonieta no soportó más, dejó la carta, totalmente húmeda por sus lágrimas, sobre el colchón y fue a abrazar a la querida compañera Carmen que acababa de entrar, la joven obrera nunca se había sentido tan miserable como en esos momentos.

Mauro Trigueros Jiménez

martes, 30 de septiembre de 2008

Los Tres Chanchitos

Cuenta la leyenda, que hace algún tiempo en el bosque vivían tres hermanos chanchitos. Como el lobo siempre andaba buscando como romper su dieta con los chanchitos, estos decidieron construir una casa para protegerse.

El pequeño construyó una casa de paja para terminar rápido y se fue a jugar. El del medio la hizo de madera y se apresuró para acompañar a su hermano menor. En cambio, el mayor decidió hacerla de ladrillos y regañó a sus hermanos diciéndoles que el lobo les destruiría la casa.

Estaban los dos hermanos menores jugando cuando apareció el lobo. Este persiguió el menor hasta su casa de paja. El chanchito se encerró en su casa pero el lobo sopló y sopló y su casa derribó.

El pequeño chancho corrió y se refugió donde su hermano en la casa de madera. Pero el lobo sopló y sopló y su casa derribó.

Los dos chanchitos corrieron a la casa de ladrillos de su hermano mayor y se escondieron ahí. Como la casa era completamente de ladrillos no había ventanas. Por eso los hermanos chanchitos no se dieron cuenta de que el lobo se aburrió rápidamente y se fue.

Pasaron los días, se acabó la comida y el chanchito mayor empezó a reclamarles a sus hermanos de que si ellos hubieran construido las casas con ladrillos nada de eso habría sucedido.

- La verdad estoy cansado de que te quejés tanto. – Contestó el menor – ya nosotros tomamos una decisión. Te vamos a comer porque tenemos hambre y vos solo te quejás.

Así hicieron los dos hermanos menores gallos de salchichón con el mayor y comieron por unos días. Pero pasaron los días y el hambre volvió. Una noche el menor agarró un cuchillo y se lo clavó en la espina a su hermano.

Por unas semanas el menor comió ricos chicharrones. Pero pasaron los días de nuevo, el chanchito decidió que seguramente el lobo ya se había ido. Abrió la puerta y caminó unos metros.

- Ahora si te voy a comer rico chanchito. – se escuchó la voz del temible lobo.

El chanchito corrió, pero estaba muy gordo después de comer a sus hermanos. El lobo lo atrapó y se lo pudo comer a gusto.

- Tres chanchitos en uno. – pensó el lobo limpiándose los labios.

Mauro Trigueros Jiménez

martes, 9 de septiembre de 2008

La madrugada del reloj

Solo se observa un reloj. Ha estado ahí tres años, dos meses, y unos cuantos días. Está posado sobre un estante de madera que se encuentra a la par de la cama. Señala las dos de la madrugada.

Se escucha la puerta del cuarto abrirse y risas tontas acercándose desde el pasillo. Los dueños de ellas son un joven y su acompañante. Las risas continúan, se oye el crujido de las tablas de la cama. El reloj se mantiene ecuánime sobre su mueble. El pobre reloj, por defecto de la fábrica, solamente posee agujas para mostrar la hora, muchos millones se habrán ahorrado en minuteros.

La pareja se oye entretenida, el reloj se ve tranquilo. De pronto una prenda de ropa cubre al reloj. No se le puede ver, ¿qué hora será?, no creo que aquellos que se oyen por allá les importe mucho, no saben que del reloj dependen muchas cosas.

Parece que el reloj duerme bajo su manto. Si es así, la patada que le está dando su dueño en estos momentos lo debe de haber despertado. Ahora el reloj está en el suelo, si está adolorido no lo demuestra.

La pareja, por mientras, continúa en sus juegos. Las risas se acabaron hace rato, ahora son gemidos y suspiros. La respiración de ambos se empieza a entrecortar, silencio… Ambos gritan de placer. El reloj volvió a la vida, ahora nos enseña que de dos se pasa fácilmente a tres.

Mauro Trigueros Jiménez

domingo, 3 de agosto de 2008

La Gaviota

El señor Arestizábal se encontraba ahí de nuevo, parado sobre el muelle. El mismo muelle en el que él y su abuelo se paraban para ver las naves llegar hace ya tantos años. Entonces era hermoso, pintado de blanco parecía hecho de marfil cuando el sol brillaba, y más allá el magnífico contraste con el azul zafiro del océano.

Que diferente era ahora, no quedaba ni un vestigio de la última pintura, la madera estaba por completo podrida. Lo único azul del mar era uno que otro empaque plástico que llegaba hasta la costa. El sol nunca volvió a brillar, en los días de tormenta el cielo sería totalmente negro azabache si no fuera por esas pinceladas pálidas que le agregaban los rayos, en días de verano la cortina de humo escondía el celeste de la bóveda.

Las horas habían pasado indudablemente, tantas que no quería pensar cuántas habrían en siete décadas.

El abuelo le había dicho que ahí, en ese lugar, desde el muelle, si se observaba con cuidado y paciencia podría ver su espalda, pues nada separaba la vuelta al mundo más que millas y millas de campo azul. También le había dicho que las gaviotas que volaban sobre su cabeza no eran más que las mismas personas que como ellos se habían parado en ese muelle y habían quedado enamoradas con lo que veían.

El señor Arestizábal se rió sin ganas para sus adentros, no habrá nuevas gaviotas, pensó. Nadie se podrá enamorar jamás de este basurero.

Por qué, a sus más de ochenta años, había decidido ir hasta allá. Seguro mucho tenía que ver que todas las personas que lo conocían lo consideraban un viejo indeseable y molesto, incluyendo sus tres ex esposas y sus hijos.

Nada más tenía ya que hacer ahí, el único rincón de su memoria que le podía generar una sonrisa era ese lugar, pero ese lugar ya no existía. Al igual que su vida él se fue degenerando en los excesos y en el abuso. La belleza como la esperanza se había extinguido de la esencia de ambos.

Ese pensamiento generó algo nuevo en el señor Arestizábal, un sentimiento de que él no estaba solo en el mundo. El muelle, era igual que él, es más, era él. Desdichado, abandonado, a punto de morir. Eran dos y eran uno. Por fin, su corazón amaba.

Eso fue lo último que pudo pensar el señor Arestizábal. La emoción lo venció, cayó tendido entre las tablas podridas, una mueca horrible estaba dibujada en su cara. Los músculos de esta no estaban acostumbrados a sonreír.

Ahí quedó para siempre el cuerpo del señor Arestizábal, pudriéndose con su querido muelle. De una palidez asombrosa, tal vez alguien lo hubiera podido confundir con una gaviota.

Mauro Trigueros Jiménez