viernes, 2 de mayo de 2008

El camino de Vilo

Desde que había llegado a ese lugar sentía una profunda nausea en sus entrañas semejante a cuando se ingiere grandes cantidades de fuerte licor con el estómago vacío. La vista constantemente se le revolvía en todas las direcciones y cuando trataba de apoyarse en cualquier superficie esta le quemaba la carne y le producía unas grandes ampollas.

El placer que aclamaba a grandes voces, para luego convertirse en horribles alaridos de suplica por un alivio, era correspondido con indiferencia o con el eco de sus mismos gritos.

Si no había nadie para socorrerle qué sentido tenía aullar. De pronto la nausea cesó. Vilo se incorporó solo para apreciar un dolor inimaginable. Este se sentía como si a través de cada poro se introdujera una aguja a punto de fundirse. El dolor iba profundizándose en su cuerpo hasta que llegó a su sangre. Con cada palpitación del corazón fuego líquido se extendía hasta el último rincón de su cuerpo.

Ni siquiera Dante hubiera sido capaz de concebir tales castigos. Era sufrimiento puro e incesante. Vilo ya estaba agotado. Su mente solo le brindaba imágenes confusas. Todo en su vista se mezclaba, a veces distinguía un objeto, pero este tenía una forma totalmente diferente a la que recordaba.

A lo lejos grandes cortinas de humo escondían el filo del abismo, si es que este existía. El dolor empezó a ceder, Vilo se levantó de nuevo y empezó a caminar. El remolino de imágenes le confundían los demás sentidos. Altos edificios negros se levantaban a ambos lados del corredor de piedra. Al fin la muerte había caído, en aquel callejón ya podía reposar.

Mauro Trigueros Jiménez

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