viernes, 11 de abril de 2008

Marisol

En un fresco valle de algún país latinoamericano existió una vez una sublime dama. Marisol era su nombre, y sus encantos eran tantos que su padre tenía que rechazar a por lo menos media docena de pretendientes cada semana. Marisol estaba consciente de la situación, pero su corazón ya estaba entregado a alguien, su juventud.

Marisol cuidaba con esmero su belleza cada día. Dedicaba el tiempo entre el alba y el ocaso tratando mediante diferentes técnicas a conservar su suave y perfecta imagen. Así siguió siendo durante las restantes dos décadas que su padre estaría con vida. El único cambio fue el paulatino descenso de las visitas de los pretendientes. Marisol se imaginaba que esto ocurría porque ya ellos sabían cual iba a ser el desenlace de su visita.

Pasaron los años y Marisol seguía observando esa hermosa imagen del espejo. Un día ya ningún pretendiente tocó su puerta y de esa manera ella por fin sintió una completa alegría en su corazón. Deseaba tener privacidad para manifestar ese amor entre ella y su querida juventud.

Un día, siendo ya octogenaria y todavía enamorada de su imagen y juventud, Marisol bajó para recibir el correo. Solo había un sobre que se lo mandaba una prima y que contenía una foto y una nota: “Marisol, esta sos vos y tu padre hace 60 años.”

Marisol miró la foto y quedó horrorizada. Esa no era ella. No podía serlo. Subió tan rápido como su vieja cadera se lo permitía y se miró al espejo.

− ¡Nooo! –gritó y empezó a llorar desconsoladamente.

Cuando logró tranquilizarse un poco, se incorporó y se miró al espejo. La imagen era la de una anciana, con todas sus arrugas y sus canas. Una hermosa anciana se podría decir. Pero para Marisol la imagen era horrible, la detestaba.

Desde entonces Marisol nunca más volvió a sentir felicidad. Odiaba al tiempo, al espejo, a la foto, a su padre, a los pretendientes, los odiaba a todos. Le habían robado lo único que ella tenía, su juventud.


Mauro Trigueros Jiménez

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